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Un mito es una historia, una fábula simbólica, simple y patente, que resume un número infinito de situaciones más o menos análogas. El mito permite captar de un vistazo ciertos tipos de relaciones constantes y destacarlas del revoltijo de las apariencias cotidianas. En un sentido más estricto, los mitos traducen las reglas de conducta de un grupo. El mito se deja ver en la mayor parte de nuestras películas y novelas, en su éxito entre las masas, en las complacencias y los sentimientos que despiertan, en nuestros sueños de amores milagrosos. Vive de la misma vida de los que creen que el amor es un destino, que nos ha de consumir con el más puro y más fuerte y más verdadero fuego, que arrastra felicidad, sociedad y moral. Vive de la misma vida que nuestro romanticismo.
Un conjunto de procesos, muchas veces ignorados y ocultos, habrían convertido a la mujer burguesa o, o en un sentido más amplio, al eterno femenino, en una imagen universal, histórica y natural. La construcción del mito del amor romántico forma parte de esos procesos ignorados y ocultos de ejercicio del poder a través de lo subjetivo. A través de distintos mecanismos y tecnologías se pone en marcha este dispositivo de feminización, adaptando y sometiendo a las mujeres al sistema de género y a una determinada forma de entender el amor, la feminidad y la masculinidad en nuestra sociedad.
Entre esos mecanismos, destaca la educación sentimental, transmitida mediante la música, el boca a boca,… cuya función es vincular el deseo, los sentimientos, principalemente de las mujeres, a la construcción de la familia nuclear burguesa cuyo principal objetivo es mantener a las mujeres en el espacio privado del “hogar”. Convencer de lo importante del amor y de cómo éste debe terminar en el matrimonio (siempre heterosexual) y ser eterno insistiendo en la idea de que éste es intrínseco, natural en la construcción del ser mujer.